viernes, 15 de enero de 2010

Y llegaron las lluvias


Cada mañana salíamos a desayunar un jugoso mango, quizá una papaya o una piña, la fruta que hubiesen cogido del árbol ese día. A las 7.30 de la mañana hacía el mismo calor que en España a las 15.00 de la tarde, para nosotros abrasador y para ellos tan normal como que paseaban encantados por la calle, con su sonrisa habitual. Se reunían en sus casetas para hacer el desayuno o comenzaban ya la incesante actividad de vender cacahuetes sobre su cabeza o la fruta en rodajas que se hacía zumo por el calor.
De repente, una mañana, apareció el cielo nublado e incluso corría una ligera brisa, “¡Madame! ¡Va a llover!” me gritaban los que cuidaban de la casa emocionados.
La época de las lluvias acababa de llegar, en Ghana hace calor durante casi todo el año pero de finales de mayo a principios septiembre el clima le da un respiro al sol para que llueva y, menuda manera de llover, no nos imaginábamos la de aguaceros que nos iban a caer encima.
Todavía retumban en mis oídos la fuerza de las gotas de lluvia que caían sobre nuestra pequeña casa. El croar de las más de treinta ranas que había fuera, cerca de mi ventana, gozando del agua. Tormentas interminables en las que parecía que el cielo se nos iba a caer encima. Las palmeras bailando de un lado a otro, los animales disfrutando de cada gota que caía, los ghaneses escondidos bajo los inmensos árboles y algunos calándose en algún rincón de Accra sin darle la menor importancia.
Recuerdo que muchos dormían sobre cartones, a la intemperie, y cuando llovía corrían a una caseta muy pequeña en la que apenas cabía una persona para refugiarse amontonándose los unos en los otros. Recuerdo el agua recorriendo los canales fugazmente y limpiando las calles de Accra. Después de llover parecía que había desaparecido ese olor a suciedad, a podrido, que había en muchos rincones de la ciudad. Pero, sobre todo, nunca olvidaré a aquel taxista que nos llevo de un extremo al otro de la urbe sin parabrisas. Caía la de “San Quintín” y él iba conduciendo con una mano mientras con la otra sostenía un paño con el que limpiaba su cristal a través de la ventana. Quisimos parar y comprarle unos parabrisas o hacerle entender ¡qué se iba a matar!, pero él sólo entendía que necesitaba dinero y que la época de lluvia no le iba a impedir seguir dando de comer a sus hijos. Estremecedor pero cierto, muy cierto…

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